LA DECONSTRUCCIÓN
DE LA MASCULINIDAD
Por: Josep Giralt | 11 de marzo de 2014
Es difícil no
volver a los mismos temas de siempre. Uno no puede salirse de uno mismo, aunque
lo pretenda. El talento consiste en saberlo y sin embargo sorprender a cada momento.
A mí principalmente me preocupan las mismas cuestiones que cuando era muy
joven, pero ahora con otra perspectiva y con más incertidumbres. ¿No debería
ser al revés?
Me miro al
espejo y ya no me reconozco. Sin embargo, en mi interior sigo siendo el mismo.
Pero, con cierto miedo a perder aquello que necesito para seguir adelante.
Hace dos
años desapareció una de las personas más importantes de mi vida y me da pánico
volver a pasar por lo mismo. No hay día que no piense en ella. Ahora comprendo
muy bien el significado de la frase “La
ausencia es el peor de los males”. Con la desaparición de Chiqui
se me escapo la infancia por la ventana y la certeza de que con su marcha ya no
hay forma de recuperarla. En definitiva, creo que la infancia es la única
patria que existe.
La semana
pasada mi compañera Raquel perdió parte de la suya. Se fue a los 93 años Lala,
la guardiana silenciosa de sus primeros años. Leyendo la carta que escribió
para su funeral, no puedo dejar de pensar que los afectos son nuestro mayor
patrimonio.
Querida Lala.
Tu vida no fue fácil y por eso disfrazabas con
algo de mal genio tu paciencia, de dureza tu infinito amor y de trabajo tu
increíble lealtad. Llamarte abuela sería quedarnos cortos para Bárbara, Raquel
y Elías. Fuiste mucho más. Los recuerdos no paran en momentos como este: las
noches que pasamos contigo son imborrables. En tu casa dormíamos en la cama que
compartiste pocos años con Manolo y a la que no quisiste volver tras su muerte.
Fuiste tan generosa con nosotros que nos cedías ese lugar sagrado, aunque nunca
te contamos que la situación nos desvelaba, que no pegábamos ojo, que veíamos
fantasmas saliendo de debajo de la cama y que no podíamos ni ir al baño del
miedo. Cosas de niños.
Teníamos la edad de Chloé, la edad en la que
todas las niñas queríamos ser maestras y peluqueras, y nos dejabas ensayar
contigo. Los viernes por la tarde, los días que nuestros padres salían y te
quedabas a nuestro cargo, te peinábamos hasta que te quedabas dormida, con las
manitas juntas a un lado sujetando la cabeza.
Te vas y contigo se va nuestro último vínculo
con una generación noble, la generación que vivió la dureza de la Guerra. Nos
contaste que en tu Moya natal tenías que caminar kilómetros si querías ir a la
escuela, que empezaste a limpiar casas con 9 añitos, que te ponían ladrillos
para que pudieras alcanzar el fregadero.
Tu vida de pequeñita no fue fácil. Nada
comparado con la nuestra… Lo único que te hacía falta era la familia y los
amigos, conversación y amor, no quedarte nunca sola.
Sabemos que no siempre hemos estado a la
altura. Pero tu altura moral, Lala, está demasiado arriba. Algo de esa nobleza
nos has legado. No te quepa duda.
Ahora preferimos imaginarte dormida, con las
manos juntitas haciendo de almohada y tu cabeza de lado. Y por imaginar,
esperamos que cuando despiertes encuentres a tu lado a Manolo, a quien la vida
te quitó demasiado pronto.
Lo poco o mucho que
los hombres de mi generación (niños de los años sesenta), hemos aprendido sobre
las emociones y las tareas de cuidado se lo debemos a mujeres como Chiqui o
Lala.
Chiqui con Helvia recién
llegada a casa y los hermanos Giralt-Álvarez
Por el contrario, si hago un
recuento de la cantidad de “padres ausentes”, o lo que es peor de “progenitores
autoritarios”, totalmente desprovistos de cualidades afectivas y de capacidades
para el cuidado -de mi quinta- el resultado es estremecedor.
El legado patriarcal afianzado con
el franquismo decapitó por completo el sistema educativo regalándoselo a la
Iglesia. Crecimos en un país de “hombres mutilados emocionalmente” y “sin
capacidad para el cuidado”. Confesar y asumir esta realidad se consideraba como
una ulterior disminución de la virilidad.
Por descontado, fue una generación
de hombres que no lloraban en público, ni tampoco mostraban ninguna
sensibilidad porque se consideraba “debilidad”. Su deber era aparecer siempre como triunfadores y dar de sí mismos una
imagen dura, agresiva y brillante.
No podían ir a la compra ni
ocuparse de sus hijos e hijas porque eso era “cosa de mujeres”. Sus ratos de
ocio lo transitaban entre iglesias, tabernas, plazas de toros, campos de fútbol
y casas de putas, siendo cómplices de la mercantilización del cuerpo y del
placer. Los menos, leyendo libros y en tertulias. ¿Cómo ser feliz en un país
que idolatraba a Raphael y El Cordobés, mientras que en Europa se reverenciaba
a los Beatles? La última versión de Soldadito
español, Soldadito valiente es de 1976. Sólo hay que echar un
vistazo a la letra para comprender de lo que estoy hablando.
Los hombres que han renunciado a
mostrar su parte más emocional han acabado perjudicando a todo el
conjunto.
Millones
de ellos han pasado sus vidas intentando representar un papel de héroes
que sólo es posible en la ficción.
El
modelo de “hombre-macho-éxito” estándar que ha sido socializado y perpetuado por
el sistema, ¿de qué ha servido? ¿A quién ha beneficiado? ¿Qué logros se han
conseguido con estos machos-alfa marcando y pretendiendo controlar su
territorio por todo el planeta?
¿Por qué aun algunas mujeres
tienen especial interés en compartir la vida con semejantes sujetos? Y es que
el patriarcado ha sido interiorizado tanto en hombres como mujeres, dotándoles
a ellos de poder y a ellas de no poder, naturalizando cada cual un rol
determinado en la sociedad, contribuyendo en mayor o menor medida a
perpetuarlo.
Cuando tenía trece años empecé a
sentirme incómodo entre mis compañeros de clase. En el momento en que la
competitividad fue más importante que el juego, sentí que ya no pertenecía al
grupo.
De golpe tenías que ser el mejor
jugando a fútbol, o el mejor estudiante, o el que más chicas conseguía. Todo
era una carrera de fondo con el fin de convertirte en líder para ser aceptado.
No existían opciones. Sólo se podía ser dos cosas: el cabecilla o su séquito.
Conocí el rechazo desde temprana
edad. Enseguida supe que nunca pertenecería a ningún colectivo y que aquello me
acarrearía en el futuro muchos problemas. Todavía faltaban algunos años para
que leyera por primera vez la frase de Nietzche: “Yo no sirvo ni para servir, ni para conducir”. Su
significado me lo enseñaron a fuego mis compañeros de escuela. No me sentía a
gusto compitiendo por ver quién lanzaba el semen más lejos, ni tampoco
cotilleando con las chicas de la clase o conspirando contra alguien por los
pasillos.
En aquella escuela y durante los últimos
años, me sentí completamente vencido y aislado. ¿Cómo debe crecer y ser criado un niño?, ¿Cómo y de quién aprende o
desaprende?
Resulta curioso cómo a pesar de
los años transcurridos, a menudo pienso, que algo de culpa tendría yo, para que
no me quisieran. Supongo que es lo que ocurre con las mujeres maltratadas.
Nunca me atreví a explicar a mi familia, con detenimiento y exactitud por lo
que estaba pasando. Ir a la escuela cada mañana y sentir el desprecio y las
burlas por no querer formar parte del equipo de fútbol y del grupo de
machos-alfa conformó mi necesidad de independencia para siempre. Necesito a la gente, pero nunca más he
vuelto a confiar en las masas.
Lo que viví en la escuela no deja
de ser un ejemplo más de lo que me he encontrado como adulto. Vivimos en un
mundo donde lo más importante sigue siendo la imagen de seguridad, control y
fuerza que proyectamos. ¿Cómo
podemos relajarnos si siempre hemos de ser los mejores? ¿Por qué no
nos impone nadie que seamos los primeros en sentir? ¿Es que acaso nos lo impide
nuestra propia naturaleza? Tuve que llegar el instituto para empezar a ser
feliz y a tener amigos. Ahí viví una experiencia “entre iguales”. En la
actualidad algunos son piezas fundamentales de mi existencia.
En el instituto jugué al fútbol
infinidad de veces. A menudo, con mis compañeros y otras todos juntos, chicos y
chicas. Aquello era pura diversión y entretenimiento. No existía competitividad
ni chorradas de fuerza y liderazgo. El juego debe ser una diversión y también
debe servir para enseñarnos a perder y a ganar. Como en la vida.
Para convertirnos en “nosotros
mismos” no tenemos que viajar de un lado a otro, sino hacia nuestro propio ser.
Todo se encuentra ya en nuestro
interior. Personas como Chiqui o la recientemente fallecida Lala nos mostraron
parte del camino.
Y en cualquier caso, ¿sentir y
cuidar no es masculino? ¿Quién lo ha dictaminado? ¿Quién ha decidido por
nosotros? Ser mayor significa separarse definitivamente de la madriguera para
construirse una propia en consonancia con la humanidad.
Sólo seremos
capaces de encontrarla saliéndonos de los esquemas y los condicionamientos del
patriarcado.
Haciéndonos cargo de nosotros como
personas, admitiendo que tenemos, como todo el mundo, un ritmo personal;
reconociendo honestamente que nuestra respuesta es, sobre todo, fruto de
nuestras emociones.
Deberíamos cuestionar los
privilegios otorgados por la complicidad patriarcal.
No deberíamos aceptar un rol
masculino determinado, de acuerdo con falsos estereotipos. Estaría bien empezar
a descubrirnos y deconstruir nuestra masculinidad.
No quiero ser el primero. No lo
seré nunca. Sin embargo quiero seguir aprendiendo y tratar de ser más humano,
más comprensivo, más inteligente, más constante. Y sobre todo, más sincero
conmigo mismo. No quiero ser odiado, ni temido. Realmente, ¿compensa saberse
detestado por los demás? No quiero a nadie bajo mi sometimiento. Las puertas
deben permanecer siempre abiertas para quienes tengan ganas de regresar.
Tenemos que enseñar a las nuevas
generaciones de millones de hombres a percibir que las relaciones, la
comprensión, el amor, el cuidado, no lograrán alcanzar su plenitud sin la
capacidad de sentir y de cuidar.
Es difícil pensar que alguien,
tiernamente amado, acariciado y cuidado durante su niñez, no sabrá acercarse a
los demás con especial ternura.
La
rudeza del hombre suele ser el fruto de la carencia de sentimientos, cuidado,
educación y mimos que ha sufrido durante su crecimiento y que el patriarcado se
ha encargado de imprimir a todo nivel.
Y de esa cantidad de pruebas que
se impone y le imponen y a las que no se ve capaz de renunciar: si hago el
amor, tengo que ser el mejor; si no lo hago soy poco viril; si gano mucho
dinero mi mujer y mis hijos tendrán todo lo que necesitan (¿quién lo decide?),
sino seremos unos desgraciados sin futuro.
¿Cómo
hallar la solución para esta situación tan esquizofrénica?
Según un informe presentado
por la Unión Europea la semana pasada, más de nueve millones de mujeres
europeas han sido víctimas de una violación, un 33% han sufrido violencia
física o sexual y sólo una de cada tres denuncia las agresiones. Estoy
convencido de que esta compleja situación de deshumanización y de vulneración
de los derechos humanos empieza a gestarse en casa y en las aulas. ¿Qué
modelo de sociedad estamos construyendo? ¿Cómo es posible que los hombres
sigamos siendo principalmente un símbolo de poder desmedido? ¿Qué tipo de
educación han recibido los agresores? ¿Pertenecen a una clase social concreta o
no es una cuestión de clases?
Según este estudio, una de cada
cinco españolas de más de 15 años (22%) ha sufrido violencia física o sexual.
Por consiguiente, ya no se trata de que el machismo endémico sea un
producto del franquismo. El problema es mucho más hondo.
¿Cuándo dejaremos de sentirnos mal
por no cumplir las expectativas? ¿Cuándo podremos liberarnos de todos aquellos
esquemas y privilegios que llevamos interiorizados desde hace siglos? ¿Cómo es
posible que a pesar de todos los avances tecnológicos todavía estemos en la
época de las cavernas? ¿A quién le
interesa perpetuar el sistema patriarcal que excluye a las mujeres y a todos
aquellos que no comulgan con sus ideas? Para vivir y existir sin
violencias y opresiones, debemos deconstruir este rol machista bajo el que se
nos ha socializado. Hemos de alimentar nuestra capacidad para sentir y cuidar,
de lo contrario nos haremos daño a nosotros mismos y por ende a las demás
personas.
Aporte:
María Cristina Garay Andrade